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En el Día del Padre





Empieza uno poniéndose nervioso cuando los niños se dejan encendidas las luces de la casa. La cocina, los baños, el pasillo, los dormitorios, el salón, presentan algunas mañanas de domingo una atmósfera más conmocionada y asombrosa que la de la casa de Lázaro cuando su amigo Jesús le pidió que se levantara de la tumba para regresar a los caminos del mundo.

Es verdad, uno empieza protestando por las luces encendidas y acaba en el monólogo interior de los recuerdos y las comparaciones. Esos números aumentados de la edad dejan muchos huecos sobre la tarta del cumpleaños, y a veces son goteras, pero otras surgen como un simple vacío con balcones a la memoria para que se cuelen las sospechas.

Nos pasamos media vida huyendo de las costumbres del padre, de las ideas del padre, de las manías del padre, para acabar delante de nosotros mismos, porque los hijos son una astuta coartada del espejo, admitiendo que nos parecemos cada vez más a nuestro padre. Y no se trata de la derecha o la izquierda, de la ginebra o del whisky, de la poesía o del ejército. Los aires complejos de la vida se empeñan en demostrarnos que uno es de izquierdas de la misma manera instintiva y sentimental que hizo a nuestro padre de derechas, que uno pide un whisky marcado por la misma esperanza o el mismo desasosiego del padre al pedir una ginebra, que uno está siempre a punto de ser poeta con voluntad y manías de soldado. La vida se empeña en demostrarlo, lo consigue y nos pone a apagar luces, a recorrer el desorden de los domingos por la mañana y a pensar por primera vez con piedad en la incertidumbre de nuestro padre ante las impertinencias vitales y políticas de aquel joven que ahora se burla también de nosotros en las fotografías.
El día del padre se apodera entonces de todo el año y sólo nos queda la ilusión dudosa de que los hijos no se parezcan mucho a nosotros.